viernes, 25 de noviembre de 2011

Mi hija partirá el mes próximo a El Líbano

MORIR EN AFGANISTAN POR Julián Sánchez

Hace unos años recibí en mi correo un video grabado en un aeropuerto de Estados Unidos en el que se veía a un soldado salir de su avión con un brazo en cabestrillo.
Sus insignias indicaban que regresaba a casa de una misión internacional y a juzgar por su rostro la cosa no debía de haber sido un camino de rosas.

La gente le miraba entre extrañada y curiosa como queriendo saber de dónde venía y cuál era su historia. Al cruzarse con él todos los viajeros esbozaban una
sonrisa hasta que uno de ellos espontáneamente comenzó a aplaudir y todos los que estaban en la cinta de maletas hicieron lo propio. El cansado soldado recogió su petate y se dirigió a la salida henchido de orgullo y agradecimiento.

No es ésta una imagen que veamos en nuestro país, precisamente porque los políticos se empeñan en ocultar la verdadera dimensión de lo que nuestros militares están haciendo fuera de nuestras fronteras.

El Ejército no es una ONG que acude a las zonas de conflicto a repartir mantas y
medicinas o que se dedique a ayudar a cruzar la calle a las ancianitas. Están allí donde silban las balas, interponiéndose entre fuerzas que combaten, rescatando personas del fuego cruzado, desactivando bombas y minas, pacificando y estabilizando territorios e impidiendo que se violen los más elementales derechos de quienes ya lo han perdido todo.

Las clases de español, los comedores y los dispensarios son las meras anécdotas
publicitarias de unas peligrosas misiones de guerra que entre todos pretenden
enmascarar. Y es que nuestros soldados serán fuerzas de paz, pero viven, trabajan y
hasta mueren en zonas de guerra. Precisamente por todo esto lo sucedido en torno a la
muerte del Sargento 1º Moya se hace más doloroso.

La versión oficial se ha empeñado presentarla como una auténtica mala suerte porque la bala que le mató entró por el único lugar no protegido de su cuerpo ya que el Suboficial llevaba el casco y el chaleco puestos. Y es verdad. La bala traicionera se coló por donde no debía, pero ello no simplifica las cosas. La muerte de un soldado en combate no es fruto de la mala suerte sino la consecuencia que deriva del mismo conflicto.

Afganistán es un país en guerra y nuestros soldados están en medio de ella. Las
protecciones minoran los infinitos riesgos que corren, pero ni los compensan ni los
anulan. Allí no se libra la guerra de Gila, por teléfono y con parada para la siesta. Los proyectiles son de verdad y quienes disparan a todas horas no lo hacen para asustar sino para matar.

Esta es la realidad aunque aquí se trate de ocultar. Lo de menos es que Moya llevara un chaleco antifragmentos porque lo verdaderamente importante es donde lo llevaba y
porqué. Si allí no hubiera tiros a diario, si no se pusieran minas y si no hubiera talibanes dispuestos a morir por una simple plegaria, nuestro héroe no hubiera necesitado armadura, como no la necesitarían los vehículos que obligatoriamente tienen que llevar blindaje en sus salidas pese a que algunos digan que puede prescindirse de ello cuando les conviene.

Lo de la mala suerte es pues una memez. En Líbano o Afganistán, como antes en
Bosnia o Congo, nuestros soldados están constantemente expuestos y en cualquier
momento pueden caer abatidos por esos mundos de Dios. Y lo asumen. Por eso, más
que grandes desfiles u homenajes póstumos, lo que necesitan es que se reconozcan sus
méritos diciendo a la ciudadanía lo que realmente están haciendo y el riesgo que corren.Y que de vez en cuando, en una calle o una estación, alguien espontáneo y anónimo les dé las gracias.

Descansa en paz Moya. Has cumplido.

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